El cuento de los emojis…
Sí, me ha vuelto a pasar. Después de la pesadilla que viví en Lanzarote (si te la has perdido, te dejo aquí el enlace) el otro día decidí darle una nueva oportunidad al chat como canal de comunicación con un departamento de atención al cliente.
El caso es que había recibido un pedido que no satisfacía mis expectativas y quería conocer qué opciones tendría como clienta, más allá de poner una reclamación. Estaba bastante afónica, no me apetecía hablar por teléfono ni tampoco enviar un mail y quedarme a la espera vete tú a saber cuánto. Quería inmediatez, pero sin necesidad de poner a dura prueba mi garganta. El chat era mi mejor opción y, además, la experiencia anterior había dejado el listón bastante bajo, eso solo podía remontar.
Así que cogí mi móvil, respiré hondo, abrí la aplicación de la compañía y pinché el icono del chat.
Mantuve una breve conversación con un chatbot que en ningún momento procuró simular ser otra cosa. Se presentó como un asistente virtual y me pidió detalles sobre el motivo de mi interacción.
Cada dos palabras (tres como mucho) dejaba paso al uso de emoticonos. Es más, a la hora de contestarle, no me daba la posibilidad de redactar un texto. Sólo podía escoger entre opciones estándar igualmente repletas de caritas. Vamos, que la máquina dirigía la conversación y me obligaba a hablarle como un adolescente de 14 años. En fin, un robot, pensé. En cuanto me conecten con un agente seguro que volveré a relacionarme sin utilizar tantas caritas.
Spoiler: estaba equivocada.
Karen, la chica que me atendió, me saludó utilizando en una misma frase el emoticono de una mano moviéndose, una carita con ojos de corazón, otra carita triste después de la palabra “problema” y un osito marrón antes del punto final.
Su mensaje quedaba tal que así:
Buenos días 👋🏻, mi nombre es Karen, un gusto atenderle 😍. Veo que ha tenido un problema con su pedido 😔. Qué pena. Voy a hacer todo lo posible para ayudarle 🐻.
Tiene que ser una broma, pensé. Seguro que han inventado un nuevo formato, una cámara oculta que graba las pantallas. Saldré en algún programa, porque me niego a pensar que una persona adulta, una profesional, pueda terminar una frase con un osito de peluche.
Hola Karen. Te comento: hace unos días realicé un pedido…
Me dispuse a contarle lo ocurrido (a pesar de ser consciente de que el chatbot ya se había encargado de informarla). No sé qué pretendía con esa parrafada. Tal vez, esperaba que se adaptara a mi forma de comunicar: ordenada, limpia, lineal. Pero no, la siguiente respuesta me dejó aún más perpleja:
Entiendo, Caterina 😌. Déjeme checar 🕵🏻. Un minuto y vuelvo con usted⏳.
¿Un detective? ¿En serio? No podía creer a mis propios ojos. Pero eso era tan real como la vida misma. Una persona mayor de edad, ocupando un puesto de agente de atención al cliente, capacitada para responder preguntas, consultas y solucionar problemas, no paraba de escribirme como si se estuviera dirigiendo a una niña.
¿Qué había detrás de esa singular actitud? Y, sobre todo, ¿Qué emociones estaba sintiendo yo como clienta?
Cuestión de matices
Cuanto más me fijaba en ese chat, más me costaba creer que alguien se estuviera tomando en serio mi petición. Esos emojis, asombrosamente pertinentes, literalmente “a juego” con la palabra que los precedía, me hacían sentir estúpida. ¿A caso Karen se piensa que no soy capaz de leer? ¿Cree que, sin el soporte de una imagen, me cuesta entender lo que escribe? Pensaba.
Probablemente, esa chica solo pretendía resultar amigable. Tal vez, se trataba de una política de empresa. Puede que la compañía hubiese optado por una identidad joven, cercana, agradable, fresca (¿?). Pero, no podía dejar de preguntarme: si es así, ¿Lo está logrando?
Dadas las sensaciones que me transmitía ese uso metódico de emoticonos en la conversación, mi respuesta fue que no.
No quiero que se me malinterprete. Valoro mucho la cercanía. Me gusta que se me atienda con la misma actitud que tiene Rosa, la panadera de mi barrio, siempre bien dispuesta y lista para regalar sonrisas a quién pase por su tienda. Eso sí que es calidez. Además, soy una mujer joven, tendencialmente risueña, alegre, y soy de las que interpreta el tono de las conversaciones de WhatsApp sopesando la cantidad y la calidad de los emojis que se han utilizado. Entonces, ¿Por qué me estaba molestando tanto esa forma de atenderme?
Creo que, días después, encontré la respuesta.
Todo es cuestión de matices. Intercambiar mensajes con un familiar, una pareja, un amigo, es algo que se ha vuelto mucho más que habitual, rutinario. Ya no nos llamamos, nos escribimos, y los códigos que utilizamos son tan nuestros que casi nos definen. Hay quien contesta toda respuesta afirmativa con un pulgar arriba, quien guiña el ojo para transmitir cierta actitud pícara. Por no hablar de las infinitas opciones de besos y corazones que pueden expresar los niveles de implicación en una relación de pareja (¡aquello sí que es asombroso!).
Sin embargo, si tenemos un problema, un percance, una incidencia, necesitamos que se nos tome en serio. Queremos ser adultos que se relacionan con adultos.
Adultos que se relacionan con adultos
El uso de emojis a menudo sirve para aclarar tonos, actitudes, intenciones.
En la mayoría de los casos ayuda a expresar ironía, sarcasmo, ternura, pero resulta bastante extraño y fuera de lugar en determinados contextos. Cuesta pensar, por ejemplo, en mensaje de pésame parecido a este:
Siento mucho tu pérdida ⚰️. Te acompaño en el sentimiento 👩🏻❤️💋👨🏻.
A pesar de todos los factores que desde luego influyen, como el nivel de confianza entre los interlocutores, el tipo de relación que los une, los códigos habituales de sus comunicaciones, estoy segura de que a nadie se le ocurriría escribir ese mensaje, ya que el uso de emoticonos aparecería bastante ridículo, inapropiado, caricaturesco, casi ofensivo. Algo parecido sentí yo al relacionarme con Karen.
Desde el desconocimiento total, me la imaginé como una adolescente, y yo necesitaba a una persona adulta que acogiera mi petición y se prodigara para ofrecerme opciones, soluciones. Su forma de chatear me impedía centrarme en el contenido de sus mensajes. Los emoticonos acaparraban totalmente mi atención, me era imposible confiar en su profesionalidad.
Conclusiones
Karen, finalmente, me informó que tenía derecho a un rembolso y a una compensación adicional (acompañando, como no, el uso de las palabras con emoticonos sabiamente seleccionados: rembolso💰, compensación🎁). Al finalizar el chat, a pesar de haber logrado mi objetivo, no conseguí sacudirme la sensación de vacile que me había acompañado durante toda la interacción.
Así que, si eres un agente y tu compañía te deja expresarte libremente con tus clientes, ojo con la creatividad. Te recomiendo dosificar el uso de emoticonos. Deja que sea tu interlocutor quién establezca un código y síguele la corriente.
Si en cambio estás al mando de un contact center o simplemente te encargas de elaborar sus políticas, espero que esta anécdota te sirva y te haga decantarte por una escritura más auténtica y real. Recuerda, los excesos nunca son buenos, evita que tus clientes duden de la profesionalidad de tu marca.
Y, colorín colorado, otro cuento que se ha acabado. Espero lo hayas disfrutado.
¡Hasta la próxima pesadilla!
Un comentario
Me ha sorprendido lo que cuentas, me resulta muy curioso. También me ha pasado por la cabeza un tema cultural como influcencia en el estilo de comunicación.
En fin, interesante. Gracias, Caterina.