Microcuento de aquella vez que me sentí Vivianne Ward en Pretty woman
Hace un par de días tuve una incidencia con un servicio que tengo contratado. Me puse en contacto con el departamento de atención al cliente de la compañía y, como ya es habitual en mí, me dejé puesto el gorro de experta en el sector, analizando la situación con una perspectiva a ratos alejada y más bien técnica. En el fondo, mi objetivo principal era solucionar el problema que me estaba afectando directamente, sin embargo, no podía evitar preguntarme: “independientemente de si este agente termine encontrando la solución a mi problema, ¿qué haría que me sintiera bien al finalizar esta llamada?”.
En muchos foros últimamente se habla de la experiencia del cliente. Son varios los factores a tener en cuenta para asegurar que la customer experience resulte satisfactoria, entre ellos ocupa un papel fundamental todo lo relacionado con la comunicación.
No sé tú, pero yo cuando visto la ropa de cliente me fijo mucho en cómo se me habla. Es inevitable, ya que el ser humano es egocéntrico por naturaleza, nos gusta que nos mimen. Nos encanta que de alguna manera, se nos conceda cierto privilegio social, nos halaga percibir que quién nos atiende, nos está poniendo en un auténtico pedestal. No me malinterpretes, no soy partidaria del tópico según el cual “el cliente siempre lleva la razón” (con todas sus variantes). Tampoco considero que por el simple hecho de ser clientes, merezcamos un trato especial o privilegiado. Sencillamente me gusta pensar que el acto de confianza que siento realizar cada vez que compro un producto o contrato un servicio, tenga como consecuencia directa un trato adecuado por parte de la compañía.
Lo considero un toma y daca: yo te entrego mi dinero, mi tiempo y mi fe, tú me ofreces un producto a la altura de mis expectativas y, si es necesario, la preparación y profesionalidad de tu personal para hacer frente a cualquier hipotética incidencia.
En un mundo ideal, no resulta difícil imaginar lo relatado en el párrafo anterior.
Volviendo a mi incidencia, por ejemplo, lo natural hubiera sido que al exponer los hechos mi interlocutor me hubiese escuchado activamente, sin ánimo de juzgarme o prejuzgarme, manteniendo los canales sensoriales limpios y tejiendo una red de seguridad para si mismo. La escucha empática, en efecto, es una herramienta que puede beneficiar enormemente no sólo al cliente, sino al agente, ya que crea una conexión entre las partes en juego y favorece la comunicación. Ir más allá de las palabras puede ser altamente revelador. Un silencio en un momento dado puede ofrecer información útil e inesperada.
Volviendo a mi relato personal, ¿Fue lo que pasó cuando contacté con atención al cliente? Me atrevo a decir que no.
La persona al otro lado del teléfono tenía un gran prejuicio no solo hacia mí, sino hacia su propio trabajo. Según su forma de ver las cosas, ya que no estábamos tratando ningún tema de vida o muerte, no tenía que hablar de incidencia, ni utilizar palabras como “grave”, “serio” o “importante”. No había nada trascendental en juego y su tono me lo dejaba cada vez más claro. Ese agente me transmitía una sensación de mofa constante. De no haber decidido convertir esa conversación en un experimento y de no ser consciente de cómo hay que atender a un cliente, podría afirmar que hubiese empezado a cuestionar mi propia postura. Mi interlocutor con sus argumentos estaba a punto de lograr que me sintiera equivocada por experimentar emociones como angustia, ansiedad, decepción por algo que, efectivamente, no afectaba directamente a mi vida o a mi salud. Así que lo vi claro: en ese momento estaba siendo Julia Roberts en Pretty woman.
¿Recuerdas cuando ella se va de tiendas con sus botas de charol y su mono bien corto y escotado? El prejuicio de las dependientas provocado por la imagen de la chica, atrevida y sexy en pleno día les convence de que no pueda pagar ninguna de las prendas en la tienda. Es más, dejándose guiar por las apariencias y por su mapa mental, se sienten plenamente legitimadas para tratarla de forma irrespetuosa y desagradable, haciendo que la clienta se marche humillada de la lujosa boutique.
Si bien es verdad que en la película Julia Roberts protagoniza un clásico ejemplo de venta de cara al público, esa situación es bastante común en todo tipo de trabajo que implique contacto directo entre cliente y gestor/agente. “Cálmese”, “relájese”, “bueno, no será para tanto” son expresiones de las más comunes en un contact center y se suelen utilizar cuando las situaciones se empiezan a tensar. Sin embargo, la consecuencia de acceder a ese abanico de posibilidades puede ser un completo desastre.
Cada vez que no respetamos las emociones de un cliente, que cohibimos sus reacciones espontáneas y naturales, que le mandamos ponerse un bozal, estamos siendo esa dependienta que mira a Vivianne con cierto desdén y pone entre las dos una barrera invisible, una distancia buscada en la que se percibe en una posición privilegiada. Su intención en ese momento no es hacer su trabajo, sino liberarse de esa chica que por el simple hecho de no respetar su gusto en cuanto a vestimenta, la incomoda. Decirle a un cliente que se calme, que se relaje, que no se altere equivale a no tomarse en serio su situación. Significa juzgarle, minimizar su problema, infravalorar sus sentimientos, cuando realmente la clave del éxito en el sector de la atención al cliente es la conexión humana.
Así que: ¿qué considero que hizo mal el agente que me atendió en esa ocasión? Digamos que, igual que la dependienta en Pretty woman, se tomó la libertad de imponer su visión de los hechos, impidiéndome expresarme de forma libre y bloqueando el fluir natural de la comunicación. Esa llamada terminó porque me rendí. Decidí volver a hacer la cola y esperar a que me atendiera otra persona con tal de no seguir aguantando esa violencia verbal enmascarada. En ningún momento esa persona utilizó palabras políticamente incorrectas o inadecuadas. Sin embargo, su tono deliberadamente sarcástico hizo que me “marchara” de ese lugar en el que percibía no ser bienvenida.
¿Qué pasó después? En el caso de Vivianne en Pretty woman, repitió la experiencia bien acompañada y el resultado fue muy satisfactorio. Aclarar desde el principio que, a pesar de su aspecto, esa mujer tenía elevado poder adquisitivo (además de buenas amistades) hizo que se la atendiera con mucho esmero. Así que, cuando volvió a la tienda de la catástrofe anterior, pudo tomarse su revancha al ver que la dependienta ni siquiera podía creer a sus ojos.
En mi caso, en cambio, volví a enfrentarme sola a esa nueva incógnita. Pero, decidida a no ser como la persona que me había atendido hacía solo unos minutos, me propuse no tener ningún prejuicio hacia quien descolgaría la llamada. Arrastrar las emociones derivadas del encontronazo con ese gestor, hubiera perjudicado el resultado de ese segundo contacto, por eso me rehusé a hacerlo. Me limité a relatar los hechos, igual que en la llamada anterior, y crucé los dedos para que en esa ocasión recibiera más comprensión. Por suerte, así fue. Así que yo, igual que Vivienne, pude disfrutar de un final feliz.
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